A Ofelia le sabe mejor el helado en casa, frente al televisor. Su madre siempre opinó que era un poco enrevesada. -¿Cuándo aprenderás a ser coherente con el clima?, diría su madre. Porque la tarde era soleada y el cielo azul-cielo-despejado invitaba a pasear por la plaza y tomarse un helado cerca del frescor de la fuente.
-Es una lástima regresar a casa tan pronto. El día es demasiado hermoso para estar dentro. -¡Silencio Mariano!, ya sabes cómo son los vecinos del entresuelo… y no queremos que salgan a callarnos, ¿o si, tontito?.
Mariano la miraba con ojos brillantes, ladeando la cabeza. No habían estado fuera una hora siquiera. Ahora subían pesadamente los escalones de granito. El aire atravesado por cálidos declives de luz en donde flotan las partículas de polvo. Un largo camino de ventanas sobre una cenefa de flores -una verde, una amarilla, una verde, una amarilla- que parecían pintadas por un niño astigmático. Un largo camino hasta el cuarto piso.
-De verdad que no vale la pena bajar desde tan alto para tan corto paseo, opinó Mariano, siempre delante porque Ofelia ocupaba todo el espacio entre pared y barandal. -Ya se, ya se… querías más ejercicio… pero ya… bajaremos otra vez… a caminar un poco antes de dormir… fhuuu. Ofelia se seca el sudor debajo de la nariz con el pañuelo que siempre lleva en la manga. Unas gafas grandes y redondas, como todo en ella, sostienen el flequillo de un pelo demasiado largo, demasiado negro.
-Buenas tardes Ofelia, ¿necesitas ayuda con esas bolsas?, cantó el vecino del primero segunda. Un chico bonachón de cejas gruesas que parecían una sola y que entonaba todo lo que decía. -No, pero muchas gracias, dijo una voz demasiado aguda que miraba al suelo. Ofelia, el rostro colorado, se pegaba a la pared tanto como su volumen lo permitía para dejar pasar al muchacho. –Mariano, deja pasar al joven-, y al joven: No pesan tanto, en serio…, pero el de la ceja ya tenía una de las bolsas en la mano. -Suelta la bolsa, bellaco, ladró Mariano, -o arrancaré tu mano de un solo mordisco. Con un salto se puso entre la sudorosa Ofelia y la ceja, gruñendo, dispuesto a defender la bolsa de los helados a mordidas. -De verdad, déjalo. Te lo agradezco mucho, pero puedo sola-, y Mariano: ¡Bellaco, bellaco, bellaco…!. El vecino dejó la bolsa en el suelo con mucho cuidado, sin perder de vista al ladrador. -Está bien. Si lo prefieres… que tengas buen día, Ofelia, y bajó por las escaleras silbando alegremente. -No necesitamos la ayuda de nadie, ¿verdad?. Mariano movía la cola. –Lo he asustado, ¿eh?. ¿Has visto como salió huyendo?.
El peso de Ofelia, junto con el peso de las bolsas cargadas de cocacolas, patatas, helados, realentaba la marcha escaleras arriba. Mariano parecía remolcarla unos escalones más adelante, jalándola de la correa, como si él la hubiera sacado a pasear.
No hay comentarios:
Publicar un comentario