"Esta canción era mi favorita cuando tenía catorce!"... bastó esta simple frase de Alexia para que las lágrimas corrieran a mis ojos desde donde quiera que estén amontonadas cuando no hay ganas de llorar. Yo pensaba; “Andrea, por favor, contrólate, ve a tu lugar Zen…” Pero nada, no encontraba el camino al dichoso lugar y por más que me esforzaba no lograba aguantarme el lloriqueo… como cuando tenía catorce…
Todos los recuerdos de esa mala edad (mala por los recuerdos que duelen, no por que su naturaleza fuera realmente mala) vinieron corriendo y empezaron a dar vueltas alrededor de mí, cantando tonaditas de burla (algo así como ña-ñaña-ña-ñaaaaaa-ña). Y me inmortalicé con brackets de metal en la boca, peinada “de hongo”, rapada de los lados, con pantalones rotos, siempre callada, siempre triste. Confundida y triste. Con miles de conflictos de personalidad y preferencia, y triste. De verdad que no entendía nada. Fue en ese entonces cuando el tío Ángel (considerado por mí [no se si por alguien más] patriarca de los que tenemos la fortuna de pertenecer en primer grado a la familia Pérez) me habló sobre un libro, “Tus zonas erróneas”, que aunque ahora me dé toda la flojera del mundo, en ese momento sembró en mí algo muy importante: la importancia del amor por mí. Se que suena trilladísimo, hasta a mí me da risa escribirlo. Pero la verdad es que desde los catorce estoy en esa búsqueda… es por eso que ya no uso peinado de hongo, ja.
Muchas cosas feas pasaron por mi cabeza a los catorce, y hoy entre lágrimas llenas de vergüenza por que me vieran llorar, agradecí a Dios… (a Krishna, al Cielo, al Universo, a la Diosa, a Saint Germain o a cualquier deidad o ser luminoso al que deba yo estar agradecida) por haber crecido y ser capaz de decir que nunca he sido tan feliz como hoy (llevo dos años usando esa misma frase todos los días). Vencí a los catorce!!!
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