Tenía diez años cuando aprendí a andar en bicicleta. Nunca antes hubo tiempo para enseñarme (o bicicleta para el caso). Era una idea que me obsesionaba. Veía a los niños por la calle pedaleando y me daba una envidia… Soñaba con tener mi propia bicicleta y andar por todas partes con el viento soplándome en la cara. Era mi ideal de libertad, lo que los grandes sabían hacer y yo no. Lo peor era ir creciendo y ver a niños más chicos que yo en sus bicicletas… sin rueditas de apoyo!!! Existieron varios intentos de enseñarme con una bicicleta que me prestó mi dentista (que era mi vecino… primero mi dentista), pero era tan grande (la bici) (bueno, mi dentista era grande también) y el jardín de mi casa tan pequeño (aprender en la calle era demasiado peligroso según mis papás) que fue una tarea infructífera y lo único que conseguí fueron raspones, moretones y decepciones, pensando que nunca crecería lo suficiente para independizarme en una bicicleta.
Resultó que en Ramil, el pueblo de mi papá, había una bicicleta desvencijada que, además de carecer de frenos, le faltaban las cámaras de las llantas, o sea que prácticamente rodaba en el metal pegado a los radios. Una verdadera chulada pedalear ese trasto. Se me antojaba demasiado… y es que estaba tan rota que no la podía poner peor aunque me cayera. Así que un buen día tomé la decisión de aprender por mis propios medios a andar en bicicleta. Me monté en ella y antes de que pudiera poner los dos pies en los pedales, ya iba rodando calle abajo por el pueblo. No hizo falta que pedaleara siquiera. Yo iba agarrada al volante con todas mis fuerzas (y gritando con todas mis fuerzas) con el viento soplándome en la cara y tratando de mantener el equilibrio, mientras buscaba en mis archivos mentales una forma inofensiva de frenar, cuando, antes de encontrar el archivo faltante, me estrellé limpiamente contra la pared de la casa al fondo de la bajada (que conectaba el norte con el sur del pueblo) de Ramil, el pueblo de mi papá. Regresé tan orgullosa a la casa de mis abuelos… apoyándome en la bicicleta para caminar, con sangre en la nariz y con una sonrisota de victoria en la cara. No me había caído!!!, vamos… no hasta que me frenó el golpe. Yo sola anduve en bicicleta (unos quince metros por lo menos). Meses después me comprarían mis papás una bicicleta azul (hermosa… muy, tan hermosa…) en Portugal (que era más barato todo, según ellos [no podría asegurarlo]) y ya aprendería más en forma y con más calma a pedalear. Sin exagerar, uno de los más grandes logros de mi vida. Pero esa es otra historia.
Lo cierto es que sigo aprendiendo así, lanzándome hasta que me frene el golpe, y aunque la mayoría de las veces duele, la satisfacción que queda al saber que al final lo hice yo sola no se compara con nada (más que con el viento soplándome en la cara cuando ando en bicicleta). Se llama libertad.
1 comentario:
Como me hubiera gustado escucharte esta historia en persona.
Te extraño.
Hu =(
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