Era la mujer más hermosa que estos ancianos ojos han visto nunca. No sabría calcular con exactitud, pero yo diría que no más de veinte años, señor. La encontré dormida cerca de la montaña, en las rocas al sur del lago. Llevaba un kimono de seda fina con delicados diseños en todas las tonalidades del cielo.
¿Qué hacía yo en el lago? Bueno, buscaba materiales para mis tintas, señor. Me acerqué al lago para lavarme cuando vi sus largos cabellos salir de una roca, flotando serenamente en el agua. No, estaba sola. No había rastro de ningún hombre ni caballo, señor.
No había forma de llegar hasta donde estaba la mujer sin meterse al lago. A pesar del frío, me abrí paso entre los juncos y, con grandes esfuerzos, bien se ve que este cuerpo ya no está para salvar a nadie, logré llevar a la mujer hasta la orilla.
¿Qué si estaba armada, dice? [sonríe con ternura]. No. Bueno, llevaba una pequeña daga. Si, filosa, pero pequeña. Sólo podría haber hecho daño usándola con malicia, pero esas manos tan delicadas y de tan noble belleza no pudieron conocer nunca la maldad.
Con mucho cuidado la dejé en el suelo tapizado de hojas, guardé la daga en mi alforja para que nadie resultara accidentalmente herido, y fui en busca de mi caballo. Lo había dejado atado a un cedro cerca de la carretera. Al regresar, la mujer había desaparecido. Si señor, ¿qué haría un caligrafista, que sólo conoce el manejo del fude, con un arma así? Aquí la tiene.
Después de leer el cuento de Ryunosuke Akutagawa, nos fue asignado un personaje del que sólo sabíamos su ocupación, y la instrucción era escribir algo según el mismo estilo del cuento, que encajara en él pues.
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