A punto de arrancar la moto, mi bicha, se estaciona detrás de mí una camioneta BMW. -¡Qué morro!- y me giro para hacerle una mirada retadora al conductor. “Jean Pierre”, de unos sesenta años, me habla. No le entiendo nada. Aparco la moto otra vez y me acerco a la ventana. Intuyo que lo que dice es aeropuerto. ¿Cómo le explico a un francés, que no habla español, cómo llegar conduciendo desde Villa Olímpica hasta el aeropuerto?... Le hago entender que me siga. Arranco la bicha y nos ponemos en marcha. Qué imagen más simpática me parece, una camioneta BMW siguiendo a mi ciclomotor vestido de primavera que no pasa de los cuarenta kilómetros por hora. Voy tratando de no perderlo mirando continuamente el retrovisor. Entre tantos semáforos y tráfico se me hace eterno el viaje. Empiezo a inventarme historias de que es un empresario muy rico y que me da una recompensa por mostrarle el camino. Que lanza un fajo de billetes desde su ventana por que gracias a mí no perderá su vuelo. Cuando pasamos Plaza España, queda claro el camino hasta el aeropuerto. Levanto la mano y le hago entender que siga todo recto. “Jean Pierre” se me empareja y repetidamente se lleva la mano al corazón y la extiende hacia mí. No hay fajo de billetes, pero ese ademán en francés me recompensa suficiente. Buen viaje “Jean Pierre”.
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