que deja el enfrentarse a resultados completamente
contrarios a los originalmente esperados, resulta en un estado de
estupefacción crónica que impide retomar la marcha e iniciar nuevas
acciones por las que esperar resultados. Y es que la espera
condiciona a la decepción, porque contra todo pronóstico, los
resultados obedecen más a la casualidad o a la suerte, que a la
probabilidad matemática.
No
obtengo el resultado esperado, porque, primero que nada, la
expectativa me ayuda a construir un resultado mucho más grande y
bello, en caso de que el resultado se espere optimista, o mucho más
fatal, en caso de que se incline al pesimista. Además, para darle
otra vuelta a la tuerca, suelo enunciar, mental y verbalmente, de
forma contraria a lo que espero la expresión de lo que realmente
anhelo, con la intención de jugar a la psicología inversa con el
destino; pero el destino me da veinte vueltas y me planta delante (no
lo que quiero, no lo que espero, no lo que enuncio inversamente a mi
deseo) lo perfecto, el punto siguiente que conectará la linea que
vengo trazando al resto del dibujo de mi vida. Y es así, no puedo
ganar.
Resulta
muy complicado relajarme y fluir, deslizarme por las olas de mi
propio mar. Me esfuerzo por controlar las mareas y los vientos, en
lugar de navegar y usar el viento a mi favor, moviendo la vela y el
timón según me convenga.
Ansío
dejarme llevar por la corriente, disfrutar de la brisa y el olor a
sal, del sol que calienta mi piel amarillenta de frío solitario.
Relajar mi mente, relajar mis nervios y cuidar mi corazón, porque lo
que pienso es lo que siento. En la vida solo hay que proteger al
corazón, y la única forma de hacerlo es pensando bonito. Pensar en
cantos rodados, estrellas de mar, arena finita y blanca, helado de
chocolate, palmeras en la playa, caracolitos de colores, mariposas
azules y algodón de azúcar.